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El eco del abandono


María era una mujer sencilla, de manos ajadas y mirada cansada, que había dedicado su vida entera a cuidar de su hijo, Andrés. Desde que el padre de Andrés los abandonó, cuando el niño apenas tenía tres años, María se convirtió en el único sostén de la familia. No le importaba trabajar hasta el agotamiento, pasar hambre, ni siquiera el desprecio de aquellos que la rodeaban. Todo lo que hacía, lo hacía por Andrés.

A medida que Andrés crecía, su relación con su madre se fue deteriorando. En su adolescencia, comenzó a sentir vergüenza de su origen humilde y, con el paso del tiempo, su resentimiento hacia María se hizo más profundo. La veía como una carga, alguien que le recordaba constantemente su pobreza y sus carencias.

Una tarde, cuando Andrés cumplió veintiún años, decidió que había tenido suficiente. Quería comenzar de nuevo, lejos de aquel pueblo pequeño y de la vida que su madre le había impuesto. Sin decir una palabra, hizo sus maletas y se fue. María se enteró de su partida cuando, al llegar a casa después de un día de trabajo, encontró la casa vacía, sin un rastro de él.

El dolor que sintió fue insoportable, como si le hubieran arrancado el corazón. Pasaron los meses y María se quedaba cada noche mirando la puerta, esperando que Andrés volviera, que se diera cuenta de su error y regresara a ella. Pero las noches pasaban, y la puerta seguía inmóvil.

Con el tiempo, María comenzó a debilitarse. Ya no tenía fuerzas para ir al trabajo y apenas salía de casa. Aun así, se aferraba a la esperanza de que Andrés volvería. Se quedaba horas sentada en la vieja silla junto a la ventana, mirando hacia la carretera, esperando verlo aparecer. Pero esa espera se convirtió en su única compañía.

Una fría noche de invierno, María escuchó un ruido en la puerta. Su corazón se aceleró. Pensó que Andrés finalmente había regresado. Con esfuerzo, se levantó y se acercó a la puerta, abriéndola con manos temblorosas. Frente a ella no había nadie. Solo el eco del viento gélido y las sombras de los árboles que se agitaban en la oscuridad. Pero entonces, algo se movió entre las sombras.

Una figura alta y oscura se materializó frente a María, pero no era su hijo. Era algo más, algo que parecía absorber la luz a su alrededor, dejando un frío abrumador en el aire. La criatura, con ojos vacíos y una sonrisa torcida, habló con una voz profunda y desgarradora:

—Él no volverá, María. Te ha dejado, como todos los demás.

María sintió que su alma se rompía. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas, incapaz de procesar el dolor y la desesperación. Pero la criatura no terminó allí.

—Ven conmigo —susurró—. Yo te daré lo que buscas. No tendrás que esperar más.

María, perdida en su desesperación, aceptó. Su vida había sido una larga cadena de sufrimiento, y la promesa de una liberación, de cualquier tipo, era tentadora. La criatura extendió una mano larga y descarnada, y cuando María la tomó, sintió cómo el frío la invadía por completo. Su alma se hundió en la oscuridad, atrapada para siempre en un ciclo interminable de tristeza y abandono.

Pasaron años, y el pueblo comenzó a hablar de la casa vacía de María. Nadie sabía qué había sido de ella. Los pocos vecinos que se atrevían a acercarse decían que, por las noches, podían escuchar el eco de sollozos dentro de la casa, como si alguien esperara a alguien que nunca iba a llegar.

Un día, Andrés, tras una vida llena de fracasos y remordimientos, decidió regresar. Al llegar a la casa de su madre, la encontró vacía, desmoronada por el tiempo. Mientras recorría las habitaciones polvorientas, comenzó a escuchar un suave lamento, un llanto apagado que parecía provenir de todas partes. Su corazón se aceleró al reconocer la voz de su madre.

Corrió hacia la fuente del sonido, desesperado por verla, por pedirle perdón. Pero cuando llegó al final del pasillo, la oscuridad lo envolvió. Un frío insoportable lo paralizó, y en la penumbra, vio la figura de su madre, deformada y atrapada, mirándolo con unos ojos vacíos y llenos de rencor.

—Nunca volviste —susurró María, su voz resonando como un eco en las paredes—. Y ahora yo nunca me iré.

Antes de que pudiera gritar, las sombras lo devoraron. Ahora ambos permanecen allí, en la casa vacía, atrapados en un ciclo eterno de abandono y tristeza, mientras el eco de su sufrimiento se extiende por el viento, alcanzando a aquellos que se acercan demasiado.

Y nadie más vuelve.

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